“La gente le perdona todo porque siente que es el instrumento para vengarse”

Por considerar este artículo relevante y otra visión del tema López Obrador,  y siempre con el único objetivo de informar a nuestros tres lectores, me permito reproducirlo, citando la fuente El Financiero, y autores Bloomberg Por: Monte Reel con colaboración de Amy Stillman Y Nacha Cattán. Gracias a El Financiero por tan espléndido trabajo periodístico.


I/II Partes.- Todo apunta a que el líder de Morena será el próximo presidente de México, y eso tiene bastante nerviosos a los empresarios del país.


Si la ansiedad que provoca Andrés Manuel López Obrador entre los líderes políticos y empresariales de México tuviera un epicentro, sería Monterrey. Muchas de las compañías internacionales más exitosas del país tienen su sede en la ciudad, transformada a fondo durante los últimos 25 años por el TLCAN. Monterrey no es inmune a la epidemia de violencia de los cárteles, pero algunos de los suburbios en el extremo oeste de la ciudad bien podrían confundirse con vecindarios exclusivos del sur de California. La región tiene la tasa de pobreza más baja del país, la tasa de empleo formal más alta y un ingreso per cápita que casi duplica el promedio nacional.


Con su sesgo empresarial, universidades de primera y una geografía que los pone en la intersección del comercio bilateral entre México y Estados Unidos, Monterrey ha amarrado su futuro a la continuación de la globalización económica, de aquel denominado neoliberalismo que tanto desdeña el movimiento de López Obrador.


Cuando Donald Trump amenazó a la empresa de aire acondicionados Carrier para que mantuviera una planta en Indianápolis durante la campaña de 2016, esos empleos llegaron de todos modos a Monterrey, a un creciente complejo de fábricas y almacenes al norte de la ciudad.


Y cuando Trump arremetió contra Oreo, porque la empresa matriz del fabricante de esas galletas comenzó a hablar sobre trasladar a México una planta de Chicago, esos empleos también terminaron en el mismo parque industrial, llamado Interpuerto Monterrey. Por supuesto, no todo es bonanza: en 2017 este complejo de mil 400 hectáreas obtuvo poco más de la mitad de los 120 millones de dólares en inversión anual que había pronosticado.


El director general del parque, Mauricio Garza Kalifa, atribuye el revés a una “tormenta perfecta” de incertidumbre que asoló a Monterrey a principios del año pasado. La renegociación del TLCAN es parte de ello, al igual que el nuevo plan de impuestos corporativos de Estados Unidos. Y luego está López Obrador.


“Mira, ahorita las últimas encuestas que han salido le dan la ventaja a AMLO, y sí, hay un poco de preocupación sobre lo que va a hacer”, explicó. “¿Cambiará radicalmente el rumbo del país o seguirá el mismo camino general en el que hemos estado? Los inversionistas extranjeros parecen cautos, esperando a ver qué pasa”.


No son sólo los extranjeros; los empresarios mexicanos también muestran reservas. La tensión entre el candidato que va con claridad en primer lugar en las encuestas y las cúpulas empresariales ha pasado de subterránea antes del inicio de la campaña a estar a la vista de todos ahora, como dos boxeadores a puro intercambio de golpes tras haber gastado los primeros rounds tanteándose a la distancia.


El entredicho a mediados de abril de López Obrador con el más representativo de todos los empresarios de México, Carlos Slim, en torno a la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México es, quizá, un aperitivo a lo que está por venir en caso de que el hoy favorito gane la elección el 1 de julio: por primera vez en décadas, los grandes empresarios no podrán contar con tener una voz receptiva en Palacio Nacional.


El propio candidato de Morena lo dejó claro en una entrevista este mes con Televisa: “lo que ahora se necesita es separar al poder económico del poder político” y tener un gobierno que “no esté al servicio de una minoría rapaz,” dijo. Y luego añadió: “estos señores se creen los dueños de México”.


En las torres corporativas de Monterrey ese antagonismo automático hacia López Obrador es palpable. Algunos sospechan que se refiere a ellos cuando dispara con aquello de la “mafia del poder”. En febrero, el candidato visitó la ciudad y convocó a una reunión en un Holiday Inn Express, aparentemente para tranquilizar a la comunidad empresarial. Más de 200 personas asistieron, pero lo más relevante fueron las ausencias. No participaron directivos de Cemex, Femsa o Alfa, los grandes grupos oriundos de la segunda mayor ciudad mexicana.


Jesús Garza, quien dirige una firma financiera en Monterrey y trabajó como economista para el Banco de México, consiguió una invitación de un amigo con contactos en Morena. Como muchos otros, estaba ansioso por escuchar lo que López Obrador tenía que decir sobre el sector energético. Durante ocho décadas, la industria estuvo dominada por Pemex, pero la apertura impulsada por el gobierno de Enrique Peña Nieto en 2013 cambió el juego, abriendo el sector a las compañías privadas y extranjeras. Que López Obrador pudiera anular muchos de esos contratos, socavando así la privatización del sector, es la principal preocupación de muchos líderes empresariales.


Una semana antes de esa reunión de febrero, uno de los asesores económicos del candidato aseguró públicamente que se respetarían y protegerían los contratos privados de petróleo, valorados en hasta 153 mil millones de dólares. Pero cuando López Obrador llegó a Monterrey días después, Garza dice que el candidato pareció vacilar en este punto, dejando abierta la posibilidad de una revisión integral del sector. “Creo que en el fondo no cree en la agenda de la reforma energética que estableció la actual administración”, dice Garza. “Y ya en el poder, creo que la revertiría si tuviera la oportunidad”.


Ese tipo de desconfianza ensombrece casi todo lo que promete. López Obrador y su elegido como secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, han garantizado reducir el déficit presupuestario, respetar la autonomía del banco central y mantener la libre flotación del peso. Los ahorros que obtendrán de la eliminación de la corrupción y el soborno, dicen, permitirán que el gobierno equilibre sus finanzas.


“Somos más centristas que Lula”, insiste Urzúa, refiriéndose al expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, otro izquierdista que la década pasada hizo campaña por la reforma social y que finalmente sorprendió a los inversionistas con políticas favorables a las empresas.


Tampoco ayuda que el candidato a menudo contradiga a los mismos asesores que lo defienden como un pragmático fiscal que no hará nada drástico con la economía. En un mitin en febrero, López Obrador prometió a sus votantes que no va a dejar que el petróleo acabe en manos de los extranjeros, pero antes sus asesores habían declarado que nunca trataría de nacionalizar la industria petrolera. En otro evento de campaña, prometió terminar con los gasolinazos, congelando los precios en términos reales, pero su equipo después aseguraba que lo que quería decir es que bajaría impuestos sobre la gasolina.


Esta ambigüedad hace que no todos crean en sus dichos. El economista de Citigroup, Sergio Luna, advirtió recientemente que, a la larga, un gobierno de López Obrador “generaría inconsistencias macroeconómicas en términos de política monetaria, fiscal y comercial”. Considera que una presidencia del candidato de Morena generaría más inflación y un déficit fiscal del 4 por ciento para 2022, desde el 2.5 por ciento previsto para 2018.


Elección de rabia


Lo interesante es que cuanto más sube el candidato de Morena en las encuestas y más nos aproximamos a la votación, menos dispuesto parece a tranquilizar a los empresarios e inversionistas.

La aparente moderación lopezobradorista de finales de 2017, cuando se removió de la plataforma del partido el llamado a un plebiscito sobre la reforma energética, parece perder terreno ante los llamados más controversiales de quienes se sienten traicionados por el modelo económico del país. Incluso sus sonrisas a los banqueros en Acapulco durante la Convención Bancaria, a principios de marzo, parecen recuerdos de otras épocas.


No se necesita un doctorado en política para entender qué está pasando en la campaña por la presidencia de México. La sociedad tiene más enojo por la corrupción y la creciente pobreza e inseguridad (especialmente en el sur del país) que miedo por la ambivalencia en las propuestas del principal contendiente. Y los errores del candidato parecen no impactar en su popularidad por más que, por ejemplo, millones lo vean titubear y a la defensiva al momento de debatir con sus rivales.


“La gente le perdona todo porque siente que es el único instrumento con que se cuenta para vengarse de una clase política corrupta,” dice el consultor Luis Carlos Ugalde. “La competencia sigue girando en torno al eje que ha definido López Obrador: que él es el único campeón del verdadero cambio.”

La rabia de los mexicanos tras un maratón de casos de corrupción, tanto de gobiernos estatales como del federal, ha permitido lo que hasta hace unos meses parecía imposible: que el tabasqueño, de 64 años, sea hoy el candidato con mejor imagen de los cinco que compiten por la presidencia, revirtiendo buena parte de su percepción negativa entre los votantes, rompiendo así su techo electoral. Pero eso no es lo único que explica su auge en las encuestas. Más de una década en campaña sin parar, con eventos grandes y pequeños en más de 2 mil 400 municipios, le han permitido tener un catálogo inacabable —y oportuno— de promesas. Sabe cuándo y dónde hablar de subsidios a los fertilizantes y cuándo reiterar la autonomía del banco central. Cuándo presumir a los moderados de su equipo y cuándo usar el nombre de Napoleón Gómez Urrutia para ganar aplausos. Augura balance en el gasto público y a la vez construirá refinerías en Tabasco y en Campeche, lo que costaría miles de millones de dólares. Qué tan viables o congruentes son las promesas, es un asunto —desde la perspectiva de López Obrador— para después del 1 de julio; ahora lo que importa es ganar, como sea, sumando a quien se pueda.


Las aparentes contradicciones o rodeos del puntero alimentan muchas de las críticas que le hacen sus opositores, pero en una campaña política, la primera meta es conectar con la gente para ganarse sus votos. Y en ese objetivo, ver a un solitario Ricardo Anaya entrar a la tienda de Amazon en Estados Unidos, simplemente no logra el mismo efecto que un López Obrador compartiendo un escenario con huacales llenos de limones y racimos de coco en Jerez, Zacatecas.


Y claro, no solo es esta bandera de cambio la que protege a López Obrador y sus deficiencias, también hay claras carencias en las campañas rivales. En la trinchera de Anaya, la dificultad de delegar del candidato y los embudos de decisiones son tan obvios que a nadie sorprendió que no se hubiera nombrado un jefe de campaña hasta cuatro semanas antes del debate presidencial.


Tampoco le ayuda una presunta intervención del gobierno para desacarrilarlo a través de una acusación de operaciones con recursos de procedencia ilícita. Y la estrategia dentro del equipo de José Antonio Meade no fue mejor. Los casi 50 ‘chefs’, o coordinadores del equipo priista, no pueden encontrar la fórmula que permita a su abanderado distanciarse de la impopularidad del partido, presumir su trayectoria individual sin poder criticar los errores del presidente y sus allegados.


Así, López Obrador se encamina a ganar la elección presidencial, y no es porque hayan cambiado mucho sus planes desde 2012 o sean más claros que entonces. No es un tema de derechas o izquierdas. Ni siquiera de sur versus norte. Se trata de que muchos electores encuentran en esa “X” sobre el nombre de quien llama –por convicción o conveniencia– a los gobernantes “puercos, marranos” o simplemente “mafia del poder”, la manera más directa de decirle al gobierno, empresarios y hasta los medios: a la chingada.